La chica se sentó en el sofá, sus brazos cayeron sobre sus piernas inertes, la cabeza se mantenía erguida y los ojos miraban con detenimiento la mancha de una mosca aplastada en la pared. Un par de ojeras arruinaban sus ojos verdes y su piel empezaba a tener un tono amarillento. Llevaba tres o cuatro días sin comer, a penas había tocado el vaso con agua que se había servido aquél día y llevaba el mismo tiempo sin salir del cuarto. Detrás de esos ojos no había nada, ni dolor, ni ira, ni sueño, nada; permanecían abiertos, dándole una mirada estúpida, de alguien que siempre está esperando algo. Murmuraba, con cierto dolor, una oración inteligible.
El sofá se hacia cama, y su delgado cuerpo temblaba bajo las sábanas. La verdad era ineludible, dormiría sola esta y todas las noches que vinieran. La casa tan silenciosa de costumbre no dejaba de quejarse, la madera tronaba, las tuberías se acomodaban, el agua goteaba, el viento pasaba por debajo de las ventanas y el tic-tac del reloj parecía sonar más fuerte cada segundo. El vacío estaba ahí, la nada absoluta la invadía, pero ella temblorosa no podía ver que todo estaba ahí, en la nada misma.
Aterrada se escondía, cerraba desesperadamente los ojos buscando dormir, pero siempre que lo intentaba se hundía más. Finalmente rendido, su cuerpo dejaba de temblar, caía en un sueño profundo que sólo los rayos del sol lograban despertar. Su regreso al mundo era, cada vez, un golpe brutal, un recuerdo terrible del vacío que pensaba que había dejado atrás.
La muchacha no sabía que había iniciado un viaje casi infinito, uno que va del sueño al mundo, del todo a la nada y de la nada al todo. Ignoraba que con el tiempo su mirada volvería a tener cierta vida y que su piel tomaría su color rosado habitual. Yo la oía desde mi cuarto temblar y recordaba que así había estado los primeros seis meses.
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