Terminó su café y cerró el libro, pensó dejarlo sobre la mesa, pero alguien pensaría que lo había olvidado y se lo devolvería. No era un mal libro, de hecho era una valiosa traducción del árabe de poemas anónimos, simplemente había llegado el momento de dejarlo atrás. Muchos de esos poemas habían quedado grabados en su mente y no necesitaba más.
Quería dejarlo en un lugar especial, donde alguna persona interesante e interesada supiera encontrar en él la magia de la buena poesía. Pasó a un lado de la fuente, de los jardines de flores, de los bancos invadidos por vagabundos o parejas domingueras. Entró al kiosko de la plazuela y nada le parecía.
Finalmente tomó las calles empedradas que rodeaban el Zócalo, se asomó en las capillas impregnadas de humedad y polvo, camino a lo largo de los grandes jardines de las casas adineradas y nada le llamaba la atención.
Finalmente llegó a un pequeño parque, el último del pueblo, aquél parque sólo tenia un árbol, su copa era gigantezca y el tronco era tan ancho como los brazos de tres o cuatro personas. Debajo del árbol no crecía el pasto, la tierra húmeda estaba ligeramente enmohecida y había una roca tan grande como un banco o una silla. Decidida sacó el libro de su bolsa y un pañuelo de tela, lo posó sobre la roca y cubrió delicadamente, esa era su forma de despedirse del libro que tantas cosas le había enseñado pero que no podía leer más, ya sea porque sus palabras perdían su significado o nunca se hacían de uno.
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