Vas al encuentro de una copa de vino, de un whisky en las rocas, de un tequila barato o de un ron cualquiera. Te inventas gustos refinados para disfrazar tu falta de categoría, los zapatos que no combinan con la camisa, el pantalón a rayas, el saco a cuadros. Untas el foie gras como se unta la mantequilla, de tres tenedores usas siempre el mismo, tu lugar siempre termina rodeado de migajas de pan. Caminas con el brazo medio levantado, la muñeca ligeramente doblada, como si quisieras mostrarle a todos que acabas de hacerte un manicure. Te rodeas de gustos y placeres exóticos para disfrazar el vacío que ves en ti.
Bebes una copa, dos, la botella, has olvidado que te encuentras en un bar lleno de todo o que odias. Mujeres en mini falda que se entregan con soltura a las manos de un señor de jeans y botas de cuero, música electrónica que no sabes bailar, mujeres que te ven desinteresadas, hombres que se rodean de hombres con dinero. Los odias a todos porque tú no sabes cómo estar ahí donde ellos. Los odias a todos porque, a diferencia de ti, ellos si salen al mundo. Los odias porque ellos pueden equivocarse y seguir adelante. Los odias porque tu estás aquí con tu ron barato, con mujeres baratas y amistades de barrio.
Bebes porque sólo así te olvidas de ti mismo, tu condición de ser finito queda relegada a otro momento en otro lugar. Bebes para imaginar que tu razón se hace una con el infinito presente y el infinito futuro. Sólo así, imaginando lo que no eres, te sientes libre para admitir las cosas que amas. Y te sorprendes cuando quienes te rodean no aman lo que ves desde esa razón imaginaria, te crees superior a todas esas personas que bailan y besan, te sientes mejor que todos ellos porque te has olvidado de tu condición mortal.
Pero no te emociones, mañana te levantaras tan mortal como todos, más triste y patético; porque en tu condición finita eres incapaz de admitir quién eres. No eres lo suficientemente bueno para aceptar lo que no eres.
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