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Llamada dominical


Esa mañana el teléfono sonó temprano, era domingo y nadie solía llamar antes de la 1:00. Rafael estaba sentado en el sillón verde del comedor, le agradaba sentarse ahí porque no daba el sol y decía que era el sillón más acolchonado. Ariana estaba sentada sobre la barra de la cocina, su té en la mano, observando a los vecinos del piso de abajo en su trajín cotidiano.

Ariana había tenido tres hijos, todos varones y los tres con Rafael. Se habían instalado fuera de la ciudad y venían cada que podían a verlos. Nunca se organizaban para hacer sus visitas, y cada navidad solía pasarse en la espera de recibirlos a los tres al mismo tiempo.

Esa mañana Rafael leía el periódico, no solía hacerlo pero el día anterior uno de sus colegas de trabajo le había recomendado leer la columna de deportes y a eso se dedicaba. Ariana tomaba siempre su té a la ventana, le gustaba sentirse como un espectador del mundo, un testigo invisible de lo común y corriente de la vida. El teléfono sonó cuatro veces y no dos como de costumbre, Rafael estando a su lado contestó primero.

-          “¿Bueno?”

-          “Sí, papá, oye, ¿estás cerca de mamá?”

-          “¿Miguel? ¡qué milagro!”

-          “No, soy yo Juan, dime, ¿estás cerca de mamá?”

Sonaba impaciente, eso era normal en él, siempre tenía prisa y odiaba que su padre lo confundiera con su hermano mayor Miguel. Entre Rafael y Ariana estaba el comedor y un pequeño pasillo que servía de pretexto para exponer toda la vajilla familiar, herencias de abuelos, tíos lejanos y gente que ni Juan ni sus hermanos sabían identificar. Ariana había escuchado el teléfono sonar pero como no esperaba llamadas y al contestar su marido volvió su mirada al departamento 204, donde una niña, Sofía, intentaba alcanzar las galletas que previamente su madre, Lorena, había puesto sobre el almacén.

-          “No, tu mamá no está a mi lado, ¿qué te traes?”

-          “Necesito tu ayuda. Miguel no contesta el teléfono y Eduardo…bueno no puede marcarles, quedo yo, pero no tengo la fuerza.”

Lentamente Rafael fue soltando el periódico y este se caía centímetro a centímetro a sus pies. El sol todo contento de poder alcanzar algún objeto que viniera de este rincón que no podía alcanzar se empecinaba en comer las esquinas de éste y Rafael mantenía su mirada fija en algún lugar.

-          “Les pasó algo hijo?”

-     “Pa, no tan fuerte, ayúdame, vine a San Luis el fin de semana, pero no puedo irme, al menos no durante una semana, tengo cosas importantes que arreglar.”

-          “Juan, no entiendo nada, ¿fuiste a visitar a tu abuelo o de negocios?, ¿viste a tu abuelo?”

-          “…”

Rafael siente el tiempo suspenderse, está a la espera de una gran noticia, a la vuelta de una serie de sensaciones impredecibles e indecibles. Espera con el aire entre los labios.
-     
     “Necesito decirle a mamá que mi abuelo falleció, mis hermanos…ellos no saben, no me atrevo a decírselos, tampoco a mamá, pero debo hacerlo papá…”

Sin esperar más, Rafael se levantó sintiendo todo el peso de su cuerpo, como si de repente hubiera adquirido consciencia de la tempestad que estaba por levantarse. Desde el salón podía verse gran parte de la Ciudad de México, los rayos del sol iluminaban el valle pero no alcanzaban las faldas del Popocatépetl. Los ojos de Rafael se perdían en esa inmensidad revelada y ahora suspendida en el tiempo y en el espacio, otro mundo. Los ruidos de la calle se habían enmudecido quedaba únicamente el sonido de su respiración y los ligeros sorbos que Ariana le daba a su té.

Esa mañana Rafael fue a la cocina con su esposa, la vio sentada con su mirada inocente puesta sobre todas esas ventanitas vecinales. Le pasó el brazo por encima de los hombros y posó sus labios sobre una de sus mejillas calientes. Enseguida le tendió el teléfono, donde Juan esperaba a su vez muy quieto.

-         “¿Mamá?”

-         “Hola hijo, ¿cómo estás?”

Rafael seguía a su lado, abrazándola por los hombros. No ejercía fuerza alguna, a Ariana le encantaba sentirse tomada así, siempre con la presión adecuada.
-        
             “Sí, estoy en San Luis.”

-          “Ay, qué bien, ¿de negocio?, ¿viste a mi papá?”

-          “Sí, sí lo vi.”

-          “¿Y cómo está?, ¿sigues con él?, ¿podría saludarlo?”

-          “Bien, está bien. No estoy con él, se fue en la mañanita de aquí.”

-         “¡Se fue? ¿De la casa o de San Luis? Ese gruñón siempre diciendo que nunca sale ni hace nada y mira que ahora sale tempranito de su casa en domingo sin decirme nada.”

-          “Sí, se fue de San Luis.”

-          “¿Y con quién o qué? Cuenta bien las cosas Juan, parece cuestionario.”

Instintivamente Rafael presionó el hombro de Ariana con su mano, instintivamente Ariana quiso liberarse, pero olvidó su impulso cuando los labios de su esposo se posaron sobre el costado de su frente.
-    
      “Mamá, el abuelo fue a donde la abuela. Cuando desperté ya se había ido. Ayer en la noche vimos juntos la televisión y nos reímos, como siempre, de la mala programación. El abuelo cenó una torta de milanesa con aguacate y yo una de pechuga con mucho tomate, como de costumbre. Nos dormimos tarde hablando de todo y de nada. Y hoy descubrí que estaba donde la abuela…ni aquí, ni allá, en todos lados mamá…”

Todo en Ariana tomaba el ritmo de su respiración, se llenaba de aire y se aprestaba a flotar pero la mano fuerte de Rafael la retenía en esa cocina, único universo entonces existente.

-          “Ma, te quiero. Me ocupo de todo aquí, me quedo en San Luis la semana pero ya no podré pasar a la ciudad a verlos a ti y papá. Mamá, te quiero mucho.”

Esa mañana Ariana olvidó como emitir sonidos con su propia boca. Sólo sentía esa mano insistente retenerla en ese mundo inerte y mudo, desde el cual sólo se dejaba oír un “mamá te quiero” o un “papá te quiero” o un “te quiero”, sí tan sólo “te quiero”.

Chloé Nava


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