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De Kenia a París

Hoy estuve en Montmartre, ahí soy un ente sumergido en un mar de gente. Los bomberos intentaban abrirse camino entre los turistas y este no fue un sábado cualquiera. Pero ningún día antes que este ha sido un día cualquiera, cada uno implica un grado de aceptación, de entendimiento y transformación. La distancia me ha regalado una nueva perspectiva sobre todas las cosas que podía afirmar con tanta seguridad hace uno, dos, tres o cinco años.

Aquí soy una extranjera, pero de donde vengo también lo era. Alguna vez un amigo me dijo que éramos ciudadanos del mundo y lo seguimos siendo. Es así que no puedo evitar quedarme viendo a todos los que están fuera del cuadro, los que no son considerados parisinos y quienes probablemente no se consideren tales (por esa u otras razones). Quizá por eso se acercan a mí y nunca sé qué hacer si evitarlos o ser amable y saludarlos sencillamente.

De costumbre están en los sitios turísticos, que no frecuento a menudo, primero porque me aturde la gente y en segundo lugar porque perderme en callejuelas siempre me ha parecido más interesante. Vigilan constantemente a su alrededor que no se acerquen los policías, que como pueden imaginar les quitarían su mercancía y detendrían. Eso no es nuevo para mí y probablemente tampoco para ustedes, basta pasearse un fin de semana en el Zócalo e incluso, por momentos, en las estaciones de metro de mayor afluencia.

Pero había algo en el trato del joven que me encontré hoy que denotaba sinceridad, no bastaba para hacerme sentir cómoda, pero era lo mínimo para aceptar que me regalara una de las pulseras que hacía y claro vendía. Me dijo que se llamaba Barry, se veía mayor pero no creo que me llevara más de dos años. Venía de Kenia, le dije que yo tenía familia en México, él pudo nombrar estados mexicanos y el nombre de uno que otro futbolista, yo nada. Varias veces me preguntó si no conocía África y si visitaría Kenia, no sabía que decir, me sentí completamente ignorante.

De acuerdo con lo que me dijo ya llevaba mínimo cinco años en París y ahorraba para visitar a su familia al menos una vez al año. Seguramente manda dinero a Kenia y su situación puede compararse con la de los migrantes mexicanos en Estados Unidos. No consigo dejar de comparar todo lo que pasa aquí con lo que pasa allá (siendo intercambiables en cada ocasión). Sin embargo, al dejarlo pensé que hasta cierto punto la incertidumbre que cargo en mi mirada le atrajo y pude leer en sus gestos que me hacía una confesión.

En ningún momento pude decirle algo que mostrara mi interés, pero asumo que mi mirada le anunciaba más cosas de las que tengo conciencia. Debíamos ocultarnos de la policía, lo que atraía la atención de los pasantes, sentados debajo de un árbol a un lado de los casi interminables escalones que llevan al Sacré-Coeur. Yo sostenía los hilos con una de mis manos y él armaba la pulsera, hubiera sido ridículo que nos agarrara la policía en semejante situación, considerando que me hacían un regalo.

Pero no tenía sentido quedarme ahí, él debía trabajar y yo tenía que vagar. Y claro que no me sentí más sola en el día, la pulsera que tengo resume un instante revelador en mi vida. No tengo más ni menos valentía que ese joven, debo luchar tanto como él para encontrarle algún sentido a este mundo, si es que lo tiene. 
Imaginé momenténeamente cómo sería su familia, cuántos esperaban tener de sus noticias en África y si se encontraba solo aquí. ¿Qué parentezco tenía con los demás chicos que vendían pulseras? ¿Cómo podía encontrarse en esta ciudad fría? ¿Quién era aquí, quién era allá? y ¿quién soy yo aquí o allá? 

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