Todo estaba en
silencio, solo el sonido del refrigerador y las tuberías del edificio interrumpían
la tranquilidad que la rodeaba. Se preguntaba en qué podría ocuparse, ella que
siempre corría de un lado para otro se hallaba con un exceso de tiempo libre. Cruzada
de brazos ante la televisión, sin decidirse entre prenderla o dejarla apagada.
Pensó que sería
buena idea pararse a bailar, al fin y al cabo no podría molestar a nadie con
eso. Sus piernas tardaron un momento en moverse y los brazos no estaban del
todo seguros de esa extraña situación. Sonaron primeros los tambores, más tarde
la citara y los ritmos se fueron complicando involucrando necesariamente la
movilidad de todo el cuerpo.
Sin embargo el
esfuerzo fue vano, volvió al sillón ante la televisión, cansada o quizá triste.
Imaginaba lo que sería de su día si viniera el poeta a su casa, ¿o era el pintor?
No, lo mejor sería que se asomara el científico, hoy quería hablar de cosas
grandes, profundas e inabarcables. Pero no tenían motivos para visitarla, se le
escapó un gran suspiro y decidió que sería mejor ponerse a hacer algo.
Quizá si cocinaba
y se concentraba en no pensar en absolutamente nada mejoraría su día. Pero
podía sentir los labios del científico acercarse a su cuello y se estremecía,
no quería cocinar, quería ser adorada. Ella le cocinaría, le regalaría el
pastel que estaba a punto de hacer, lo llenaría de besos, lo amaría aunque tan
solo fuera por un día, porque ella solo sabía amar así espontáneamente.
Al final se
quedaba sin nada y con todo. Cada beso, cada caricia, cada sonrisa era diferente
e incomparable. Un sentimiento de fuerza y poder salía de su interior al
recordar cómo y por qué las manos habían terminado entrelazadas. Era algo
corpóreo pero no solo eso, había otra cosa más fuerte, una atracción infinita
entre dos almas felices por encontrarse. En la mirada estaba el consuelo, en el
te quiero fugaz se encontraba parte
de la medicina del amante y de la amada.
El aroma de la
vainilla, la mantequilla y el azúcar impregnaban la cocina. Lucía se olvidó de
la tristeza y del cansancio. Gozaba de su cuerpo, los perfumes que la rodeaban
enaltecían sus sentidos y los complacían. Se sentía abrazada por el calor mismo
del horno, chupando sus dedos para quitarles el resto de azúcar, mantequilla y
harina que en ellos había.
Esto podía
gozarlo: la textura de la masa, los aromas, los sabores, los colores de los
ingredientes. Era un placer sencillo y renovable que la extraía de la neblina
que habitaba su mente. Hoy no la visitarían, el atardecer había llegado
iluminando la casa con su luz cobriza. Le gustaría que la besaran en ese
momento en que el sol lo hace todo más bello, pero no podía comprometerse, la
noche vendría inmediatamente después y querría estar absolutamente sola.
No podría
compartir su nostalgia, ni su amor hacia la luna, esas cosas se conservan en el
corazón y no se dejan salir nunca. Volvió al sillón horas más tarde con una
rebanada de pastel entre sus manos, la comió poco a poco sin dejar ni una sola migaja
en su plato. Y solo tras asegurarse que no quedaba ni una sola miga de la
rebanada decidió prender la televisión, feliz con el mundo, feliz consigo
misma.
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