La joie de vivre, quelle joie? quelle vie? ¿Qué tiene la vida que nos alegra tanto? Alguna vez mi vida estuvo en peligro, no por culpa de alguna actividad riesgosa, sino por mi sangre pesada y melancólica. Recuerdo que una parte de mí se aferraba a la idea que se hacía de la vida y deseaba disfrutarla el mayor tiempo posible, otra parte simplemente veía la muerte como un evento sin importancia. A veces pensaba que podría morir y no me asustaba. Me parecía que morir no sería ni bueno ni malo, al esperar el autobús imaginaba que podía sucederme algo y que podría ser el fin de todo. Por momentos pensaba que mi muerte no representaba nada en absoluto, y ciertamente a nivel global mi muerte no representaba ni representa ahora nada. Sin embargo también había momentos en los que la simple idea de morir me enojaba. Tenía muchas cosas que hacer todavía, era demasiado joven y no me había esforzado en cultivar algunos talentos para morir antes de usarlos.
Pero no es la indiferencia ante la vida o la muerte la que me llama la atención, sino la insistencia en mantenerse con vida. La repetición incesante de fenómenos cíclicos no deja de sorprendernos; cada mañana me alegra el olor a café que sale de la cocina y si no llegara a sentirlo me parecería que el ciclo se ha roto y que es necesario restaurarlo de algún modo. La vida misma puede describirse como un ciclo de generación y destrucción constante, una repetición equilibrada de fenómenos semejantes. La repetición es un elemento importante al hablar de los distintos procesos de la vida. El tedio que viene de las repeticiones de sus ciclos es superado por el deseo de mantenerse dentro del ciclo mismo y de experimentar los fenómenos que lo conforman.
Sentirse vivo es quizá una experiencia dolorosa pero al mismo tiempo deseable. Sentirse parte del ciclo de la vida, ya sea amando su aspecto creador o temiendo su parte destructiva es quizá la carga más pesada con la que tenga que vivir el hombre. Sólo cuando la indiferencia ante la propia vida se apodera del individuo puede decirse que este está libre de dicha carga. Se requiere un desapego total de la propia persona, la experiencia habría de cobrar valor únicamente cuando puede considerarse dentro de un todo y no de manera meramente subjetiva.
Pero yo estoy lejos de ese estado de indiferencia. Cuando veo el mundo desenvolverse a mi alrededor siento unas ganas inmensas por formar parte de él de alguna manera. La repetición de ciertos eventos no le restan emoción a mi vida. La inevitable consecución de deseos no hace menos deseables los objetos que busco. Así como los personajes de Zola me siento obligada a desear vivir, siento la necesidad de preocuparme por mi existencia y la de quienes me rodean en tanto que soy un individuo abierto a la vida. Mi amor a la vida no tiene justificación, incluso podríamos encontrar más razones por las cuales no vivir que por las cuales vivir. Pero eso no parece tener relevancia alguna, soy arrastrada por la dinámica de un mundo repetitivo, un mundo hecho de espejos y sucesos aparentemente idénticos entre sí.
La joie de vivre es quizá la manera más clara que tenemos para manifestar la espontaneidad de nuestras emociones. Amar la vida simplemente porque se es parte de ella y buscar ser parte de su dinámica bajo el riesgo de ser excluido. La confirmación del individuo se convierte en una tarea dolorosa con momentos de felicidad. Mi existencia es una lucha por hacerme de un lugar y de una presencia. Y de vez en cuando siento que la vida me pertenece y que mi cuerpo es sólo una manifestación más de la vida que emana de mí. Por eso quizá soporto la inevitabilidad de sus ciclos, por que de vez en cuando me es posible sentirme liberada.
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