Begin at the beginning and go on till you come to the end: then stop
Tengo las ideas desordenadas, me cuesta trabajo encontrar el inicio de mi relato. Las emociones me sobrecogen cada vez que me empeño en escribir .
He maltratado mi relato y la gente que vive en él muchas veces. Pasa el tiempo y me siento menos hábil para decir lo que tengo que decir, me disculpo por adelantado ante una persona ausente por las fallas de mi narración. Imagino que esa persona es a la vez crítica literaria, escritora, poeta, historiadora, socióloga …en fin me abruma. La siento respirar sobre mi hombro y me deslegitima.
He intentado estos últimos 10 años identificar el momento en el que me extravié. Cada vez me pierdo en los detalles de mis recuerdos sin jamás llegar a la esencia de mi historia. Pareciera que entre más escribo menos logro expresarme y el dolor de mis palabras se pierde.
Quiero reconocer la mujer en la que me he convertido. Soy terriblemente fuerte, mucho de lo que soy hoy viene de lo que tuve que vivir para hallar mi rumbo. Llevo en mí fragmentos de las personas que estaban conmigo en esos momentos. He perdido contacto con la gran mayoría pero su recuerdo los ha fijado en el tiempo.
Eran las personas de mi cotidiano, cada una en un lugar distinto de mi corazón. Siempre presentes, como si yo tampoco fuera capaz de envejecer. No los extraño pero sé que tener noticias de ellos me alegra. Finalmente fueron las personas que me conocieron en el punto más vulnerable de mi vida, el periodo con mayor incertidumbre antes que me convirtiera en madre muchos años después.
¿Qué hizo que me perdiera? ¿Quién me llevó hasta allá? ¿Cuándo fue? Son varias las respuestas posibles y verdaderas, pero no exclusivas.
You are what you eat
Un día me desperté con mucha hambre y la imposibilidad de comerme una manzana entera. La corté en trozos muy pequeños para darme la ilusión de volumen que mi estómago necesitaba y al mismo tiempo liberarme de la sensación de culpa que me amenazaba.
Sólo que las cosas nunca sucedieron así, no pasé de un estado a a un estado b de la noche a la mañana. Ese recuerdo es real, pero para llegar a ese momento pasé por varios cambios. Cada vez que intento explicarlo me siento atrapada en la paradoja de Zenón [Si todo, cuando ocupa un mismo espacio, está en reposo, y si lo que está en movimiento está ocupando ese mismo espacio en algún momento, entonces la flecha volante permanece inmóvil. Aristóteles, Física VI:9, 239b5].
Un día me empezaron a asustar las manzanas, el azúcar que contenían me parecía una indulgencia y tenía que controlar el impulso (el hambre) que me llevaba a ellas. Un día la perspectiva de tener en mi boca un cuarto de galleta me dio vértigo.
Un día se me presentó la posibilidad de sustituir los postres por la canela y encontrar cierta paz en el proceso.
Ese día parece eterno, pero no lo es. Los días que siguieron parecen una extensión del primero y sí por un momento el tiempo era sólo eso, una suma de instantes meramente soportables.
Hubo días antes y otros después en los que comí muchas manzanas y fui feliz.
También días en los que mojé más de una galleta en mi café y sonreí.
Y le puse canela a mi leche y no al revés porque eso anestesia los sentidos.
¿Cómo se llega de un estado al otro, o de un momento al otro? ¿Acaso ese tiempo estaba ya contenido en todos los momentos anteriores de mi vida? No como algo latente, más bien como una realidad en la que se cae por accidente. Un accidente, una posibilidad. Quizá hasta ahora mis preguntas iniciales me llevaban a perderme en mi relato. Tal vez hoy haya encontrado el modo de sacar la tristeza a mis palabras.
Un día mi mamá comenzó a vigilarme en la cocina. Yo ya llevaba horas despierta por el hambre, esperando una hora normal para ir a la cocina por comida, una hora que no delatara mi hambre, una hora que me permitiera tomar un bocado y decir que estaba satisfecha. Todo eso para que mi mamá no pudiera reprocharme cuánto comía ni como comía. Necesitaba callar el sueño que empezaba a sentirse a inicio del día, adormecer el hambre y esperar la próxima hora decente para comer en público, ya que no sólo mi madre me vigilaba, todos los ojos me examinaban y juzgaban.
Un día dejé de ser una persona y pasé a ser únicamente fragmentos de mí misma. Cada fragmento servía como una parte entera de mí. Una parte mostraba felicidad, otra serenidad, otra bienestar. Y debajo de esos fragmentos algo más o menos unitario sobrevivía atento a cada movimiento externo, cuidando que nadie pudiera ver los cachitos de mí. El hambre me llenaba por completo, se sobreponía al sueño que debía conformarse con los pocos momentos en los que esta se adormecía.
El dolor era enorme pero la angustia de ceder al hambre era aún mayor. ¿Cómo pasó eso? Era el hambre la que mandaba, por ella me fragmenté, era un mal inadmisible. El mal de las personas que no saben controlarse, el mal de las personas que vergonzosamente se convierten en su dieta. Yo quería que notaran mis logros, que me vieran como me quería ver: fuerte, alegre e inteligente.
Los días no tenían principio ni fin, no había salido el sol que ya quería que se volviera a meter tras las montañas. Sólo me calmaba la luna y el dulce silencio de la noche. Fuera de las miradas, bajo su cobijo me sentía crecer alas, la mañana por venir sería mejor que todas las anteriores. No me perseguiría el cansancio, ni el hambre, ni la tentación, no me atormentarían los cálculos de las calorías, disfrutaría del momento presente y estaría alegre. Por un instante la noche me liberaba de mí misma.
Podría escribir los detalles de mi vida en ese entonces pero mi memoria me falla y otros autores lo han hecho ya muy bien. No importa aquí qué tan chicos cortaba mis bocados, dónde escondía la comida, ni las excusas casi infinitas que se me ocurrían para callar a la persona de enfrente. Prefiero contar lo que no se ve, el esfuerzo constante por enfrentar cada día y el dolor que subyace detrás de cada gesto.
La atención positiva que había atraído la pérdida de peso se transformó en poco tiempo en una crítica constante. Pasados los halagos debía empezar a esconderme de la mirada y la crítica ajena. Empecé a buscar lugares donde pudiera estar sola, me gustaba desaparecer entre la gente en el metro, en el centro histórico de la ciudad, en los museos. Por momentos esa situación me pesaba y deseaba que alguien pudiera verme y se sentara a platicar conmigo de algo que no fuera lo que me atormentaba.
La mirada ajena estaba llena de lástima, me sentía rebajada, disminuida por la manera en que me trataban. Las cosas no estaban sucediendo como previsto, en vez de inspirar a los demás por mi determinación y diciplina les daba pena. Mi dolor residía en ese punto, la anorexia engaña a quien la padece, me sabía estafada pero no podía librarme de ella, hasta entonces era ella quien me había protegido de todas las cosas que me asustaban.
Il vuoto - Le néant
¿Qué quedaría de mi sin mi anorexia? ¿Quién me querría si era tan solo una chica más? ¿Cuál era mi lugar en el mundo? ¿Qué se suponía que debía hacer con mi existencia? Siempre quise sentirme inteligente y me alegré de estar rodeada de personas con talentos especiales, en un modo me hacían sentir que yo también los tenía. Pero nunca tuve ninguna certitud sobre mis verdaderos talentos, sentía un hueco en mí.
Esa incertidumbre actuaba como un imán y me llevaba de un grupo de personas a otro, buscando de qué manera yo era parecida o distinta a ellos y haciendo cada vez más difícil hallar un punto de encuentro. Iba de un lado a otro mostrando una confianza que no tenía y una felicidad que esperaba algún día conocer.
Me aferré a la ilusión de felicidad. Temía que se me escaparan las oportunidades de ser, hacer y sentir algo que me definiera. Me concentraba en cumplir con las reglas que pensaba me imponía la gente para encajar y ser parte de todas esas cosas que pensaba tenía que conocer. Fingía la felicidad, la realización de mí misma, pero me vaciaba. Los eventos y las personas me arrastraban fuera de mí en un torbellino de ritos y encantaciones. Al llegar la noche, en mi cuarto, quedaba el vacío.
Cuidaba a mi yo nocturno, el de la soledad. Esa parte de mi era más vulnerable, quizá también más libre que la parte que se mostraba de día. Mi cuerpo desnutrido ya había olvidado cómo dormir, descansaba del ruido, de las miradas, de las palabras que no dejaban de herirme. Flotaba en la oscuridad. Ese era mi resguardo, el único lugar donde no podía ser atacada. Ahí también me permitía soñar, escapaba de la vigilancia de mi mente atormentada y me imaginaba comer una rebanada de pan tostado con queso y mermelada, feliz. Había esperanza en mis sueños, ese era mi reposo.
Desgraciadamente, al llegar la mañana se volvía a apoderar de mí el miedo. No podía tocar ningún alimento o verlo sin traicionarme. Una rebanada de pan era igual de insoportable que una hoja de púas. Quedaban un par de alimentos seguros pero estaban vigilados por decenas de miradas sentenciosas. Desde el amanecer se jugaba mi supervivencia, pensaba todo el tiempo en comer y estaba rodeada de comida peligrosa o bajo supervisión. La esperanza de la noche se esfumaba y esperaba cada instante que se acabara el día para tal vez acercarme un bocado a la boca que no supiera a metal o a culpa.
Deseaba volver a encontrarme en ese punto en el que el hambre se quedaba en segundo plano para cerrar mis ojos y dejar de sentir el tiempo pasar. La noche se iba cada vez más rápido y los días se hacían cada vez más difíciles. Mi cuerpo le hacía frente a mi mente y combatían. El pan era comestible o indigesto en un instante, me debilitaba, era cuestión de nada para que llegara una migaja de pan a mi boca y me ausentara hasta comerme a la mitad de la bolsa. Asustada, con el estómago adolorido, incapaz de hacer marcha atrás e invadida por la culpa esperaba que me absorbiera la tierra para abandonarme en el vacío. Mi existencia comenzaba a pesarme, me confrontaba a la realidad de mi cuerpo, buscaba vivir pero no sabía qué hacer del dolor.
Un odio terrible hacia mi voluntad de vivir llevaba esos momentos al extremo, comía hasta el malestar, una forma de recordarme lo que había hecho. Miles de heridas invisibles que volvían las recomendaciones e incitaciones de los demás en irritantes. La noche se mantuvo fiel cuidándome a su modo, tratando de liberarme de la presión de mis temores, tratando de darme esperanza, dejándome recordar las palabras gentiles de quienes me rodeaban. El mal se dispersaba por un par de horas en esa soledad reconfortante, único descanso para mi mente y mi cuerpo.
Introspección
Aquí la heroína de la historia (es decir yo) lucha contra su demonio interior para encontrar y liberar su verdadero poder.
Un día me di cuenta que estaba cansada de sufrir. Mi odio se volvió tristeza, me sentía desamparada frente a mí misma. Sólo la increíble fe que tenía mi familia en mí me dejaba probar la felicidad. No lograba darles pruebas sobre mi capacidad de recuperación, vivíamos de esperanza, desgraciadamente esta escaseaba por momentos y los miedos de cada uno quedaban expuestos.
Eran mañanas duras, llenas de palabras crudas que no dejaban ver el amor que las arrojaba. Cuánta fe alimentó mi hogar en esos momentos y cómo me ayudó a sentirme viva. La anorexia no había logrado aislarme completamente del mundo, a pesar de la cólera con la que me llenaba ante cualquier persona que quisiera interponerse entre ella y yo siempre supe de dónde debía sostenerme para levantarme. Bastó un momento de inatención de su parte para que tomara la mano que mis padres nunca habían dejado de darme.
El trabajo interno que tuve que hacer fue monumental, sin embargo, hubiera sido inútil de no ser por la fuerza de mi familia. No puedo imaginar el dolor de ver a su hija lastimarse cada día, ni la impotencia. La imposibilidad de comunicarle lo que parece evidente para su bienestar y supervivencia. La enfermedad me legó una gran cantidad de humildad que el inexperto puede tomar por falta de confianza. Sigo aprendiendo a medirme con las herramientas adecuadas, si es necesario las invento, intento ser coherente conmigo misma y honesta en lo que emprendo.
Me sigue sorprendiendo ver la calidad de las amistades que tengo. Siento que no tuve tiempo de demostrarles cuánto los quiero a fuerza de enfrentar torbellino tras torbellino, a fuerza de haber estado metida dentro de mí con mi anorexia. Es parte de la belleza de la adolescencia y principios de la adultez, estamos metidos en distintos tipos de sufrimiento y nos apoyamos sin realmente darnos cuenta. Eso se pierde un poco cuando crecemos. Así que a pesar de haberme sentido absolutamente inmersa en mí ellos estaban ahí y podía comprenderlos.
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