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Voyage au ventre de Paris, et ailleurs...

C'est l'année 2010, je me sens au fond d'un puits très profond et forcément sombre.
Je suis brisée, une partie de moi veux atteindre la lumière,
l'autre reste collée au sol, les yeux fixés au mur.

Je me sens afaiblir au fur et à mesure que la journée avance.
J'ai peur de ne plus jamais pouvoir vivre,
j'ai peur de m'être condamnée à survivre.
Je suis seule, j'ai faim,
j'ai tellement faim,
une faim aussi sombre et profonde que le puits ou je suis tombée.

Pour en sortir, je le sais, il faut manger.
Mais je ne peux pas manger n'importe quoi,
on n'ouvre pas son coeur, son ventre et son âme à n'importe quoi.
Le monde est tellement plein de bonnes choses, par où commencer?

J'ai trop de décisions à prendre,
j'échoue.
J'essaie de me consoler à l'idée de réussir le jour suivant,
j'essaie de ne pas être trop dure avec moi même,
j'essaie de recoller les morceaux de moi.
Je suis en quête de moi-même,
à Saint-Malo et à Paris,
à la recherche d'arômes, de couleurs, de textures qui m'aident à me racommoder.

J'ai faim mais j'ai aussi envie de manger,
j'oublie le puits, j'oublie l'obscurité,
un instant de liberté, la vie dans mes papilles.
Je crois que la distance avec la lumière diminue,
la rupture est toujours là,
c'est la débandade, mon corps veux toucher à tout,
je veux tout gouter,
je veux tout voir,
je fonce comme un tourbillon sur le monde.
Je suis toujours brisée,
les yeux rivés sur l'horizon, il n'y a plus de murs.

Ce voyage me réveille, la survie m'indigne chaque jour un peu plus,
je n'ai plus le contrôle sur mes émotions,
je vois là une bonne chose, qui m'effaye, qui me fascine.
La guérison est lointaine, mais elle semble possible.

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