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Casas de polvo

El cuarto parecía estremecerse, las paredes se acercaban las unas a las otras y el techo poco a poco amenazaba con tocar mi nariz. Los rayos de sol se adelgazan y dibujaban delgadas líneas sobre la pared blanca. La cómoda de madera se veía polvosa y todas las cosas que la rodeaban estaban igual pero no las podía ver. El aire me ahogaba, y no tenía modo de encontrar la puerta, pensaba que cerrando los ojos podría olvidar el miedo que me daba tener el techo tan cerca. 
Después de un tiempo sentí que por alguna esquina entraba un poco de aire, un hilo muy delgado de aire frío que pasaba por mi espalda y mi vientre. Busqué dónde podría estar ese hueco, pero el cuarto estaba ya tan pequeño y las paredes estaban tan cerca de la cama que no conseguía imaginar el lugar en el que se encontraba. Finalmente, sentí cerca del pie izquierdo un pequeño agujero por el cual podía ver la lluvia caer.
El olor a humedad invadió el cuarto, las paredes se hicieron blandas, se confundía con el colchón y todo lo que me rodeaba empezó a expandirse. La puerta era inutilizable, no podía tomarse sin desgarrarla y mis uñas traspasaron la supuesta madera como si fuera tela hasta llegar a la sala.
El olor a lluvia me obsesionaba, torpemente me puse de pie y corrí hacia la puerta principal donde el aire golpeó mi rostro con dureza. 
La calle crecía ante mí, el viento aplastaba las casas y les daba un aire insignificante y de miseria. Casas llenas de angustias, de esperanzas egoístas y de sueños frustrados. Casas en las que la alegría salía por cualquier recoveco y rara vez entraba. Y yo estaba fuera, absolutamente sola, perdida entre tanta insignificancia, sin saber qué hacer y sin muchas ganas tampoco de hacer algo. 
Lentamente las casas se borraban, el suelo se cubría de un velo delicado y sólo la lluvia rompía ese escenario desolador. Había que moverse o no, porque ya no había hacia donde ir, cualquier lugar sería el mismo. Y el sol, que se perdía entre las nubes, dejaba salir un rayo de sol que se reflejaba en las gotas de lluvia sin poder alumbrar el cielo. 
El día parecía viejo, cansado de sí mismo, harto ya de estar vacío como las calles y las ciudades en las que no se podía ver a nadie. Cerré los ojos y pensé que eso no era tan malo, pensé en la lluvia que pegaba la ropa a mi cuerpo y que me hacía temblar de frío. Me quedé ahí horas o días no estoy segura, esperando un rayo de sol o que el viento cesara. Y ahora que no llueve, ni hace viento y el sol me hace cosquillas en el cuello veo lo mismo que antes: un gran desierto.

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