Volvió a pasar la mano sobre su rostro, sus ojos estaban rojos y sus labios secos, a nadie se le ocurría preguntarle si tenía sed. Yo lo observaba sorprendida, nunca nadie me había parecido tan frágil y resistente a la vez. Me costaba trabajo verlo a los ojos y no entendía sus palabras. Me hablaba a mí, nos hablaba a todos y mientras todos parecían comprender lo que decía yo no podía evitar pensar en el cansancio de sus ojos azules. Estaba ahí sin estarlo, con esa tristeza que se tiene cuando se ve a alguien que va a morir.
Uno de ellos repartía tazas de café sin azúcar, en la mesa había un pastel, los invitados hacían un esfuerzo por olvidar el motivo de su reunión.
Su mano delgada me sujetaba con fuerza, quizá en otra vida el me llevaría a explorar todas las cosas que me dan miedo en el mundo. Su espíritu rebelde siempre había asumido el riesgo como parte de todas sus acciones y yo jamás pude comprenderlo.
Sé que debí escucharlo, quizá sería la última vez que lo escucharía hablar. Sus palabras me rodeaban pero carecían de sentido, yo estaba metida en sus ojos y creo que ahí estaba todo lo que me tenía que decir. Me sentía vulnerable ante su paz de moribundo y no lloraba, nadie lloraba.
En la calle, jóvenes vestidos de pantalones de colores y playeras ajustadas iban a los distintos bares de la zona, despreocupados, respirando un aire distinto al mío.
En el departamento la luz se había agotado, prendieron unas cuantas lámparas y los rostros reflejaban sombras. Su mano me sostenía aún, quizá la había olvidado, hacía un esfuerzo por seguir conversando, pero las fuerzas se le acababan.
Retiré mi mano suavemente y no lo notó. Pensé que era buen momento para irme y poco a poco los demás me siguieron. Manejé distraídamente esa noche, intentaba recordar sus palabras pero sólo me volvía a la memoria la sensación de su mano y la tranquilidad de sus ojos.
Llegué a casa, cansada de todo y de nada. Pensando todavía, pensando en todas las cosas que tendrían que morir con él, todas las memorias que no podría contar, me sentía triste. Me puse debajo de las sábanas frías y dejé que el sueño me alcanzara, sin haberle contado a nadie mi pesar, porque las palabras siempre me faltan.
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