De vez en cuando, me veo obligada a matar el tiempo. Cada que lo intento reflexiono sobre mi misma en ese preciso y eterno instante. Matar el tiempo es un intento por olvidar la presencia, pero les recuerdo que no es algo que se busque, sino que simplemente llega.
Siento que soy espectadora de una pieza teatral sin sentido. Hay algo que aún no entiendo en la mecánica de este mundo y no me deja adentrarme. Creo conocer la historia, pero no distingo las escenas ni su conexión.
No sería digno de mí ponerme a llorar o dejar el auditorio, ya sea por respeto a los actores o por dejar pasar el momento que tanto he esperado: el momento en el que me dan una invitación. Así que tomo el mejor asiento y dejo los minutos pasar, se extienden me agobian. Cada vez entiendo menos, se mueven y hablan, para mí no significa nada, estoy fuera de todo, soy lo diametralmente opuesto y extrínseco a ese pequeño mundo con sus actores.
Ya olvidé cuando llegué y no sé si algún día me iré, ellos han estado siempre ahí. Salen y entran a su mundo sin perderse de nada, son parte de la obra de teatro. No me voy porque pienso que quizá ya soy parte de otro escenario y de un mundo que le parece completamente ajeno a alguien más, otro yo en un lugar diferente, que también se siente asfixiado por los minutos y el sinsentido. El presente agobia, pero no hay fuga posible, no en el tiempo ni en el espacio.
Es así como me pongo a matar el tiempo. Intento salir de mí misma y en la medida que lo hago no dejo de recordarme y de sentirme aplastada por el tiempo. Me doy cuenta que soy sólo memoria flagelada, quebrada y despreciada. Por eso a mí no me gusta matar el tiempo, pero las circunstancias...
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