La casa está en silencio, Adriana aún no se ha despertado. Él le ha dejado una nota cerca de la cafetera, es un día más de trabajo. Las calles rebozan de movimiento, los ruidos de la ciudad crecen, el sol sube, él bebe su café en el auto, hay tráfico.
En sus sueños Adriana es feliz, no consigue volar pero ríe mucho, por desgracia no consigue recordar qué la hace reír. Suena el despertador voltea a su izquierda y nota que él se ha ido. Sus ojos hinchados intentan ver la hora, su cabello está en desorden, su piel caliente se eriza al quedar fuera de la cama.
Camina descalza por la cocina, lee la nota y se deja caer sobre el taburete. El café sigue caliente, el pan tostado se ha enfriado, nada fuera de lo común.
Llegó a su oficina, cansado de los distintos claxons que lo acompañaron. La incomoda silla de la oficina le hace recordar su dolor de espalda, mismo que no lo ha dejado desde la remodelación. En su escritorio encontramos una computadora vieja, folders nuevos de colores aburridos, cajones llenos de objetos inútiles y una rosa morada hecha de papel. La rosa pudo ser verde (iba a serlo) pero cuando Adriana se dispuso a hacerla se dió cuenta de que sólo tenía papel morado. Él sonreía con su regalo, ella prefería no tocar el tema.
Ya había pasado la hora del desayuno, tenía que pensar en la comida, pero no había nada que cocinar. Se aburría en casa a pesar de tener una biblioteca envidiable, una gran terraza y una vista privilegiada de la ciudad. Siempre se sentía olvidada. A pesar de la remodelación todo en la casa le recordaba el pasado, todo la llevaba a momentos demaciado antiguos.
Los minutos le parecían eternos, pero los días se le escapaban, Adriana se sentía ausente cada vez que estaba sola. Era la vida en esa casa que la abstraía del mundo, olvidaba la dimensión de los objetos. Su existencia se había formado gracias a los extremos, tan pronto alcanzaba la felicidad se desplomaba. Llegaba a sumirse en una tristeza profunda, oscura y pesada. Una tristeza triunfante cuya reflexión llevaba a espirales vertiginosos. Toda objetividad del mundo y del tiempo real se perdía en un espacio exterior ajeno. A Adriana le hacía falta vivir, él lo sabía.
La cafetería de la oficina servía comida fría de colores grises. Prefirío ir por una torta y caminar un poco. En casa nadie contestaba, deseaba saber si ella había leído la nota y lo que opinaba. No se molestó mucho, solía pensar que el teléfono en su mundo no era en absoluto útil.
Con la noche que se aproxima Adriana decide usar el vestido verde. La tela envuelve su cintura, resalta la curva de sus senos, cuellos y hombros quedan expuestos, el vestido cae suavemente a lo largo de sus piernas, se sentía bella. Él llegó a tiempo, sorprendido por su belleza y la fuerza de su sonrisa. Pasó al baño y se vió al espejo, ya tenía canas pero él también se sentía guapo. La tomó del brazo con cierto orgullo antes de bajar las escaleras.
Escogieron una pequeña mesa alta puesta pajo una luz pálida. El restaurante tenía cuadros modernos, paredes blancas, mesas verdes y turquesa. Habían dejado de servir comida italiana desde hace cinco años, pero la carta de vinos seguía siendo la misma. Este es el primer aniversario que pueden celebrar fuera de casa. Adriana le tomó la mano, sentía su calor y la respiración del amado. No dejó de sonreír, jamás había estado tan presente.
Éste es un comentario sucio.
ResponderEliminarTe llevaré a cenar pronto, cuando ya no dependa de mi sueldo de estudiante.