Ciudad de México – 2010
“And if I go insane, will you still let me
join in with the game?” Por
momentos me preguntaba si mi padre tenía razón. ¿Sería que mi juego era
peligroso? El cansancio físico me preocupaba, la vida no podía ser sólo eso:
cansancio, tristeza, hambre, ansiedad e
anche brevi momenti di allegrezza.
El día lo pasaba en la espera de la noche. La noche era algo así como un oasis
y una prisión, mis llantos resonaban en mi pecho y también mis impulsos
reformistas. Nuevos mundos nacían a mis pies y yo era reina suprema de todos
ellos, me bastaba cerrar mis ojos y soñarlos todos.
De noche mi alma
salía de mi cuerpo y hacía y decía todas aquellas cosas que de día no podía
decir ni hacer por exceso de cansancio. De noche podía encontrar una solución a
todos mis problemas del día, cada amanecer era una nueva promesa de libertad. Por
desgracia esta desaparecía al recordar el hambre y el doloroso momento de
elegir algo que me fuera permitido comer.
Mi lista de
alimentos permitidos se había limitado tanto que solo mis ojos y mi imaginación
podían alegrarme. Podía imaginar cuantas cosas quisiera en la noche, llenar mi
corazón de todas las palabras posibles, pero el hambre nunca se iba. Intenté
inhibir el hambre haciendo de comer a los demás, no lo disfrutaba, era un tipo
de venganza contra aquellos que podían comer libremente y dormir sin
lamentarse. Deseaba saborear sin remordimientos, quería poner mi mente en
silencio y simplemente disfrutar lo que pasaba entre mis labios. Pero no podía
dejar de calcular cada caloría, lo contaba todo y al final no había nada más
seguro que mascar chicles sin azúcar y beber agua.
Envidiaba la
gente que comía con una sonrisa en los ojos. Al alcanzar los 46 kilos la
presión de engordar aumentaba y el tirano en mi mente se hacía cada vez más
intolerante. En cualquier instante podía caer en la tentación, volver a tomar
gusto al queso, al yogurt, a la pasta, al salmón, a las nueces… y eso me
parecía terrible. Todo lo que había ganado era el sentimiento de ser mejor que
los demás, era superior porque lograba sobreponerme a los deseos de mi cuerpo y
había alcanzado algo más que la delgadez, era la perfección.
Pienso que cada
persona pasa la vida buscando su centro, su punto de equilibrio su talón de
Aquiles y el mío siempre ha estado en mi estómago, como juraron alguna vez los
galenistas. Su teoría de los humores me dice que la comida no se reduce a sus
calorías ni nutrimentos, hay alimentos más melancólicos que otros, demasiado
húmedos o secos…pero tampoco son solo eso. Encontré mi centro demasiado pronto
sin saber qué hacer con ese poder. Me centré tanto en mí misma que olvidé que
la historia de mi cuerpo y de mi alma se constituía de relaciones. Puse toda mi
esperanza en un tipo de depuración corporal y emocional, quise protegerme de
mis inseguridades. Todo el peso de mis emociones en un solo punto de mi cuerpo,
el estómago, me purgaba y no me sentía más ligera. Es cierto, ya no me dolía mi
estómago, se me partía el corazón.
Lucie pitonisa insistía
que después de comer una manzana, un pimiento y un calabacín al día su tercer
ojo le revelaba que la comida era todo eso que la antigüedad defendía hasta la
edad media y más allá: humores. Por desgracia también entendió que es todo lo
demás que vieron Luis XVI y María Antonieta: un placer. La comida está llena de
umami. Es una relación hombre-naturaleza.
Y no, no se necesita ser pitonisa ni tener un tercer ojo para saberlo.
“Yo, Lucie,
confieso que no pienso en nada más que en comida. Confieso que lo único que no
debo hacer es comer todo lo que pienso. Me siento orgullosa de mí y haría lo
que fuera por volver a ver mis padres felices, todo excepto comer. Todo lo que
controlo se encuentra en la punta de mi tenedor, entre más resista, más fuerte
seré. Me duele el corazón mamá pero eso ya lo sabes, sé que puedes verlo todos
los días y con todo eso ¿creerías que aún me pregunto si tienes razón al decir
que me puedo hacer daño? Soy una egoísta, lo sé.”
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